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El amor conyugal se prolonga y manifiesta en los hijos ya concebidos y nacidos, especialmente con su educación. Los padres son los primeros y principales educadores de los hijos. Su tarea, una auténtica misión, no es ciertamente fácil. Está llena de contrastes en apariencia irreconciliables: hay que saber comprender, pero también exigir; respetar la libertad de los muchachos, pero a la vez guiarles y corregirles; ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo que las acompaña…

Por eso, aun con cierta simplificación, conviene tomar conciencia del desarrollo de los chicos y chicas, que puede ser descrito distinguiendo las tres fases siguientes, para saber cómo actuar en cada etapa de sus vidas.

Los primerísimos años

La educación del niño comienza desde su nacimiento. Todavía más: según estudios recientes, el crío percibe ya en el vientre materno los estados de ánimo de la madre y es influido por ellos. Mucho antes de lo que uno pudiera imaginar, el pequeño se da cuenta de cuanto sucede a su alrededor, sobre todo del cariño con que se lo acoge. En consecuencia, los primeros meses y años de vida son decisivos para el desarrollo de su carácter y personalidad.

Conviene prevenirse ante un miedo excesivo a que el niño llore o lloriquee; no es necesario cogerlo inmediatamente en brazos y acunarlo. El llanto es parte de su lenguaje y hay que aprender a interpretarlo según la ocasión. Puede tratarse de malestar, de hambre o de incomodidad, pero también de impaciencia, de melancolía, de rabia o de capricho.

A medida que se va abriendo al mundo, el niño experimenta una apremiante necesidad de moverse, de probar, de explorar, de comunicar. Se trata de un imperativo vital que lo conduce a la expansión de sus funciones y a la conquista de su plenitud humana.

Esto reclama, por parte de los padres, no poca paciencia. Sin duda, para ellos resulta más cómodo y menos arriesgado darle de comer, lavarlo, vestirlo…: se gana tiempo y se evitan los distintos inconvenientes que surgen de la ineptitud del niño; pero con la desventaja de que, en lugar de desarrollar su espíritu de iniciativa y su autonomía, frustramos la autoestima y favorecemos la pereza. La necesidad de poner a prueba las propias capacidades se canalizará entonces, sobre todo, mediante la oposición negativa.

Limitando en exceso el ejercicio de las operaciones prácticas, de las que el niño ha menester para desplegar sus facultades, provocamos en él irritación, agresividad, o bien inseguridad, abulia, y a veces incluso el rechazo a crecer. En definitiva, los educadores deben saber apartarse un poco para que florezcan en el niño el gusto y la alegría de sentirse activo y útil.

Los educadores deben saber apartarse un poco para que florezcan en el niño el gusto y la alegría de sentirse activo y útil

Modular la insaciable sed de mimos

Es también tarea de los padres ayudar al niño a salir poco a poco de su natural egocentrismo. A veces deberán soportar sus insistentes peticiones y retrasar el cumplimiento de lo que desee. De lo contrario, si ceden de inmediato a sus caprichos, lo estarán preparando para una insatisfacción crónica de por vida.

En los primeros años, la relación madre-hijo compone un idilio de ternura, absolutamente necesario para el bebé, incluida su salud física. Pero a medida que el niño crece, también la relación debe desarrollarse y cambiar: con el paso del tiempo, la madre ha de modular su insaciable sed de mimos, besos y caricias (no raramente como compensación por el debilitamiento, más aparente que efectivo, del cariño conyugal). Si no sabe controlarse, puede hacer que más tarde sus hijos se sientan insuficientemente queridos, no sepan separarse de ella, y, al percibir que le son indispensables, la tiranicen y la maltraten.

Hasta los dos años y medio, la obediencia será algo natural para el niño. Sin exagerar, es bueno procurar que se formen en él automatismos correctos y felices asociaciones, que más tarde facilitarán la formación de un carácter sano.

La etapa inicial escolar

La entrada en la guardería o en el colegio puede representar, en ciertos casos, un momento delicado en la vida del niño. Un momento que a veces se sufre de manera un tanto traumática, y que puede tener consecuencias sobre el futuro rendimiento escolar.

No es raro que los padres vivan el comienzo de las clases del chico con satisfacción, como si fuera el inicio de una gran carrera; pero tampoco que, para el pequeño, represente la salida de su incontrastado reino infantil. La consecuencia puede ser un rechazo claro o inconsciente, que en ocasiones se manifiesta en aparente retraso o en concretas incapacidades escolares.

En cualquier caso, es oportuno hablar a los niños del colegio antes de que lo comiencen, pero sin hacer de ello un suceso de vital importancia; más bien hay que dejar que los críos lo deseen como una fuente de satisfacciones y de intereses nuevos.

Para conocer bien a un niño, además de observarlo, hay que conversar con él

Sin duda, sería un error utilizar la escuela como advertencia correctiva, diciendo por ejemplo: “¡Me gustaría verte cuando estés en el colegio. Entonces sí que te harán portarte como debes!”. Resulta muy conveniente conocer el colegio de nuestros hijos junto a ellos y revivir sus emociones. También es importante, dentro de los límites de las posibilidades de cada familia, escoger bien el centro educativo. Entre los criterios de elección, hoy más que nunca es relevante la existencia de un clima lo más cristiano posible, propicio para el desarrollo humano y espiritual; pero sin olvidar jamás que ni siquiera el mejor de los colegios de inspiración cristiana exime a los padres de su labor educativa: conocer bien a sus hijos, tratarlos, orientarlos…

Para conocer bien a un niño, además de observarlo, hay que conversar con él. No será tiempo perdido que la madre o el padre dediquen de vez en cuando un rato por las noches para hablar con el hijo una vez acostado. A menudo, estos momentos favorecen de manera extraordinaria la confidencia. Escuchad sus preguntas, acaso inesperadas, sin nerviosismos y sin evasiones o deseos de superar cuanto antes el mal trago que pudieran provocar. Intentad responder con gracia y pertinencia, aprovechando la ocasión para reforzar el nexo afectivo que lo anime más tarde, cuando se presenten dificultades y problemas mayores, a dirigirse a vosotros con confianza.

La televisión y las pantallas

Llegados aquí, no cabe olvidar un personaje importante de la “familia”, de enorme incidencia educativa y al que debemos aludir: la televisión. Un personaje que nos invade, que ejerce una fuerte sugestión y tiende a aislar al espectador, alejándolo de la realidad concreta en que de hecho se mueve. Multitud de estudios ponen de manifiesto los daños causados por el excesivo protagonismo de la televisión –o de sus sucedáneos: Internet, videoconsolas…–, en especial entre los niños.

Sin demonizar la televisión, que puede ser también instrumento de información y cultura, hay que tener presente que a menudo se transforma en “una empleada deshonesta a nuestro servicio” (John Condry), que roba el tiempo y sabotea la educación.

Por eso los padres –además de dar ejemplo de sobriedad en su uso– han de ejercitar respecto a ella una cierta disciplina y vigilancia. Ante todo, evitarán tener el televisor en el comedor o, en cualquier caso, que los breves momentos de vida familiar de las comidas vengan sacrificados a ese pequeño ídolo. Para los hijos, establecerán un horario y alguna regla práctica para su utilización. Si se trata de niños muy pequeños, es mejor que el reglamento se materialice, manteniendo lejos de su alcance el aparato fuera del horario previsto. Al contrario, a los muchachos más mayores habrá que enseñarles a utilizar la televisión con inteligencia y libertad, para que no acaben por rendirse a esa pasiva teledependencia que reduce enormemente la fantasía y la agilidad intelectual.

No es fácil, para los jóvenes, mantener este dominio sobre la acción caleidoscópica e hipnótica de las pantallas en general. Para lograrlo, hay que saber cultivar su sentido crítico y su buen gusto, hablando juntos de los programas, juzgándolos y seleccionándolos mediante un intercambio de ideas que, en lugar de sustituirlo, estimule el diálogo familiar.

El adolescente no quiere ser como se querría que llegara a ser ni tampoco como él teme ser

¡Adolescentes!

El día en que el niño más afectuoso, simpático, bueno y juicioso se torne arisco, rebelde, insolente, contradictorio e insoportable, no hay ni que asustarse, ni que preguntarle por qué actúa de ese modo, ni que llevarlo al médico. Simplemente hay que caer en la cuenta de que ha entrado en la pubertad, edad crítica… sobre todo para los padres.

También un poco, fuera de bromas, para el chico y la chica; pero para ellos está llena de fascinación, además de malestar; de expectativas, además de inseguridades; de sueños, además de temores. En cualquier caso, cuidémonos mucho de olvidar que todos los chicos y las chicas tienen derecho a llegar a ese período, como hemos llegado –y hemos salido– cada uno de nosotros.

Al igual que en cualquier etapa del desarrollo, la transformación llevada a cabo en tales años es simultáneamente fisiológica y espiritual. Puede decirse que en esa edad se cae en la cuenta de ser ‘persona’, dotada de vida interior; se descubre y se escruta la propia intimidad con esa dosis de fascinación y ese otro poco de temor con que exploramos un territorio nuevo y, mucho más, cuando nos pertenece por completo. De aquí la extrema atención del adolescente hacia su ‘yo’, que puede parecer egoísmo y narcisismo.

Por lo común, aunque en estos tiempos tienda a adelantarse, la adolescencia comienza hacia los once o doce años para las chicas, y uno o dos más tarde para los chicos, y dura de dos a cuatro años. A esta edad, el equilibrio sereno alcanzado hacia los diez años parece descomponerse y entrar en una zona de turbulencias (como se diría en el lenguaje de la aviación). Vuestro hijo ya no es un niño, pero en ciertos aspectos lo sigue siendo (el no querría ya serlo, pero muy a su pesar a veces siente nostalgia por esa etapa previa); no es todavía, sin embargo, un adulto (aunque desearía serlo ya completamente… al tiempo que experimenta ante ello un cierto miedo).

La amenaza de ser definido

En última instancia, se trata de una crisis de crecimiento y de emancipación: el adolescente no quiere seguir siendo ese niño que hasta ahora los suyos conocían, pero tampoco un adulto según los modelos que tiene frente a él: no quiere ser como se querría que llegara a ser ni tampoco como él teme ser. Por eso, intenta antes que nada “no ser”. Un poeta ha descrito así ese estado de ánimo: “Hoy sólo podemos decirte esto, lo que no somos, lo que no queremos” (E. Montale).

De ahí el espíritu de contradicción, que es en el fondo la única posible forma provisional de ser algo completamente nuevo que todavía se desconoce. Por eso el adolescente puede rechazar de los adultos hasta las más mínimas observaciones; no soporta que se le dé un consejo, que se le pidan informaciones sobre los estudios, que se exprese un juicio sobre su comportamiento…, porque en todo siente la amenaza de ser definido y él desearía ser indefinible.

Esta edad fronteriza va acompañada de un humor inestable y de irritabilidad. Las manifestaciones externas de cariño por parte de los mayores parecen molestar al adolescente, quien al mismo tiempo se muestra muy susceptible respecto a cualquier falta de atención o aparente indiferencia en relación con él. Se defiende de la propia sensibilidad y de la necesidad de ternura ostentando dureza y cinismo. Ya no es la edad de las grandes amistades, sino del grupo: parece que sólo en él, entre sus semejantes que interpretan todos el mismo papel con tácita complicidad, se siente seguro.

Tomás Melendo es Catedrático de Metafísica por la Universidad de Málaga.

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