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Una de las pruebas más difíciles a que el amor se ve sometido es la del perdón. Lo difícil es (saber) pedir perdón, no lo es menos (saber) perdonar. Tanto en uno como en otro caso nos la hemos de ver con un enemigo insidioso, embaucador y muy, muy poderoso: la soberbia.

El primer engaño al que nos suele someter –y en el que caemos una y otra vez– es presentarnos el bien con apariencia de mal. Por ejemplo, nuestra mujer nos dice que le ha dolido que nos olvidáramos de ella durante un viaje de trabajo porque no la hemos llamado por teléfono hasta pasadas las cinco de la tarde.

Si no fuéramos orgullosos, pensaríamos: “¡Ostras! Cuánta razón tiene. Mira que no
acordarme en todo el día de llamarla. Diría que lo pensé en algún momento…, pero, la verdad, se me fue el santo al Cielo”. Es decir, pensaríamos que es un bien que nuestra esposa nos recuerde algo en lo que hemos fallado y podemos mejorar. Así de sencillo.

Pero, como lo somos (orgullosos), pensamos (o, peor, decimos): “¡Hombre, mírala,también podría haberme llamado ella! Además, ¿cómo que no me acordé? ¡Claro que lo hice! No puedo llamarla porque voy de reunión en reunión, a la primera oportunidad que tengo, lo hago, y así es cómo me lo agradece. ¡¿Sabes qué te digo?!…” (y ya no sigo).

No pasa nada. Es lo que tiene la soberbia, que actúa rápido. Suele anteponerse a la humildad. Es la primera reacción. No importa. Aquello de que el que da primero da dos veces, no es cierto. Hay que dejar pasar un tiempo, con unas horas basta. Tomar distancia. Reflexionar. Redimensionar. Si uno acostumbra a rezar, en la oración es donde mejor se hace, pero no es imprescindible. Basta un paseo. Un rato con uno mismo, con mi auténtico yo, el de verdad, el que no necesita aparentar, el que no se cree el mejor de todos, el que sabe de sus debilidades y miserias. Y, poco a poco, va saliendo la verdad a flote. Al rato, ya he logrado sincerarme conmigo mismo. Y me doy cuenta de que, tenga o no tenga razón (¡qué importancia tiene esto en el amor!), he de pedir perdón… y perdonar. ¿También? Sí, interiormente.

Pedir perdón porque ella esperaba lo que no he dado. He aquí una regla básica en el amor: las quejas no son reproches sino peticiones. Si mi mujer, mi marido, se queja de algo, en realidad es que me está pidiendo algo.

En el amor, las quejas no son reproches sino peticiones

La renuncia al resentimiento

Y perdonar… Aquí, en realidad, no haría falta perdonar porque el perdón es siempre la reacción libre ante un mal que se ha recibido y, para eso, tiene que haber existido un mal, un agravio. Jutta Burgraff explica con una imagen la diferencia entre un mal absoluto y uno relativo. La extirpación de un brazo gangrenado es un mal relativo que me puede ocasionar mucho dolor y sufrimiento, pero no tengo nada que perdonar al médico, porque lo único que ha hecho ha sido salvarme la vida. El comentario de mi mujer, igual: puede dolerme porque me recuerda un fallo mío, pero no hay nada que perdonar, pues, en el fondo, me ha hecho un bien.

Aún así, es bueno hacerlo interiormente. Te perdono. Renuncio al resentimiento, al recuerdo, al recuento. Perdono y olvido. A veces, no se puede olvidar, no depende de nosotros. Pero siempre se pueden recordar las injusticias como perdonadas, sin tenerlas en cuenta, poniéndonos de nuevo en sus manos, haciéndonos, una vez más, vulnerables.

La solución no es negar el agravio o el dolor que sentimos, sino afrontarlo

Lo anterior no implica renunciar a ser uno mismo. La solución no es negar el agravio o el dolor que sentimos, sino afrontarlo. Exteriorizarlo. Hablarlo. Hay matrimonios que se desequilibran. Uno de los dos desaparece en beneficio del otro. Y éste crece deformemente, hasta que llega un momento en que deja de ver a su cónyuge. ¡No es eso! Ambos hemos de crecer, pero conjuntamente, sabiendo lo que nos duele y lo que nos gusta. Y diciéndolo, aunque solo sea para darle la oportunidad, que seguro está esperando, de amarnos con más acierto, como nosotros queremos ser amados.

Y, una vez dicho, entonces, sí, perdono. Con libertad, renunciando a mi pequeña venganza, porque el perdón, como dice Burgraff, es un asunto libre. Perdonare: dar abundantemente, con intensidad. Sin exigir arrepentimiento. Perdono porque quiero, sin condiciones. Rompo el círculo vicioso y renuncio a encerrarme en mí mismo, a dar vueltas a mi propio resentimiento. Dejo que la habitación se ventile, que entre aire fresco.

El perdón es un acto de libertad, que no depende de nadie más que de mí mismo

Elevarse sobre la miseria propia

Renuncio, incluso, a mi derecho, porque el perdón excede la justicia, la desborda.
Summum ius, summa iniuria, decían los romanos: máxima justicia, máxima injusticia.

Si soy capaz de renunciar a la satisfacción que me es debida, a la compensación que su culpa exigiría, me sitúo en un plano superior, no a ella, sino a mi propia miseria. Y, desde ese plano, infinitamente más humano, puedo tirar de ella hacia mí sin miedo, sin recriminaciones.

Y confío en ella. Sé y creo que es capaz de elevarse por encima de sí misma. ¡Ella es más grande que su culpa! Y descubro, una vez más. Que es mucho mejor de lo que yo pienso. ¿Qué más da que a ella le cueste aceptar su culpa? ¿Cuántas veces me habré bloqueado yo, incapaz de ver mi culpa? ¿Cuántos agravios he infligido sin ser consciente, negándome a reconocer mi torpeza o mi malicia? Yo le perdono igualmente, porque, como hemos dicho, el perdón es un acto de libertad, que no depende de nadie más que de mí mismo. Admito que aquí puede no captarse más que la tonalidad, la música de lo que quiero decir. Está inspirado en una conferencia de Jutta Burgraff. Si se quiere leer la letra entera, la de verdad, puede buscarse. Su título: Aprender a perdonar. Una delicia.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes es secretario general de IFFD, presidente del FERT y subdirector del Instituto de Estudios Superiores de la Familia de la Universitat Internacional de Catalunya (UIC).

Fuente: IFFD España